sábado, 24 de septiembre de 2011

Robert Walser [Una Semblanza]

Robert Walser (Biel, Suiza, 1878-Herisau, 1956) aseguraba que debajo de un paraguas se sentía como en casa. Debajo de un paraguas, un escritor pierde cualquier rasgo de megalomanía. Walser detestaba la fantasía germánica de identificar al poeta con el genio. El verdadero poeta desprecia la gloria. 
 
Eso no significa que busque el fracaso. En sus paseos con Carl Seeling, Walser se compara con los campesinos. Su literatura sólo es una variación sobre la tarea milenaria de sembrar, segar, injertar y abonar. Walser intercambió palabras y silencios con Carl Seeling cuando ya había cumplido cincuenta años y su residencia era el sanatorio mental de Herisau, donde había ingresado voluntariamente. Walser era un gran paseante, pero no sentía ningún aprecio por viajar. Consideraba que el talento se desenvuelve mejor en un entorno pequeño, donde surge la posibilidad de apreciar la poesía de lo ínfimo e insignificante. Por eso, no se adaptaba al largo recorrido de una novela. Un crítico literario afirmó que Los hermanos Tannersólo era una colección de notas. No es una mala forma de describir la obra de Walser.

Robert Walser pertenece al linaje de los artistas infortunados. Al igual que Van Gogh, nunca logró adaptarse a la servidumbre de un oficio y la responsabilidad de la vida familiar. Al igual que Hölderlin, perdió la razón, pero nunca se lamentó de sus años de reclusión en un hospital psiquiátrico. No era el molino donde Hölderlin pasó las últimas décadas de su vida, pero sí un buen lugar para un hombre sin grandes ambiciones materiales. Walser no escogió un destino trágico. No es un poeta maldito, pese a su notoria afición a la bebida. Simplemente, comprendió que “la dicha no es un buen material para el escritor”. La felicidad es autosuficiente, como un erizo, y no necesita expresarse. La desgracia es una mecha que produce una explosión interior. Walser se limitó a observar su propio dolor. Hostil a cualquier forma de énfasis, anotó los estragos que le devoraban hasta el extremo de apagar el impulso de escribir. Sin embargo, nos dejó un amplio legado de manuscritos inéditos. Sus “microgramas” son fogonazos de claridad, que nos enseñan a observar lo minúsculo e irrisorio. Una caligrafía diminuta, casi indescifrable, se concierta con una sensibilidad poética que desprecia las grandes revelaciones. No hay que descifrar los secretos. Un muro de hiedra tiene “un encanto indecible”. Si miramos lo que hay detrás, desaparecerá el misterio, lo incierto.

Hermann Hesse afirma que “el mundo sería mejor si Walser tuviera cien mil lectores”, pero Walser se quejaba de que los editores le empujaban a imitar el  estilo de Hesse para triunfar. Amante de lo modesto y pueril, Walser no simpatizaba con Hesse, que se paseaba por el mundo con “un nimbo de heroísmo y santidad”. Walser se consideraba un escritor de la llanura y lo periférico. No le atraían las cimas ni pretendía ser el centro de nada. El escritor debe ser modesto, no tener hijos y morir solo. Si hace mucho caso a su yo, acabará extraviándose en la retórica y el narcisismo. La reserva no es un gesto de prudencia, sino la esencia del trabajo literario. El escritor se hace invisible para que el mundo salga a la luz. La locura de Walser no se parece a la de Nietzsche. La filosofía de Nietzsche es la de un verdugo. Walser no esconde su amor a las cosas y a sus semejantes. No es un escritor de grandes declaraciones, sino un observador tranquilo, un pensador que sólo confraterniza con la belleza cuando se le ofrece amistosamente. 

Se cita a Kafka cada vez que se recuerda a Walser, pero yo no puedo evitar pensar en Edmond Jabès. Jabès creció en unas circunstancias totalmente diferentes. Judío de origen egipcio que escribe en francés, Jabès es un exiliado incapaz de reconocer otra patria que el libro. En Un extranjero con, bajo el brazo, un libro de pequeño formato (1989) Jabès manifiesta ese afinidad por la despersonalización tan cercana a la sensibilidad de Walser. Ambos autores reivindican la aniquilación del yo para ocupar un espacio marginal. Al leer el prodigioso relato “Extraña ciudad”, la ensoñación se confunde con la banalidad. Walser sólo necesita tres páginas para urdir una utopía. Habla de una ciudad que ya no precisa de poetas, pues sus habitantes poseen “una sensibilidad fina, fluida, alerta y brillante”. Nadie sabe cómo, pero todos se expresan de una forma delicada, profunda, armónica. Walser disipa en seguida la ilusión. Esa ciudad no existe. Sólo es real el paisaje de las afueras, un parque donde el sol del mediodía salpica de manchas la hierba y el rostro de los paseantes, pero ni siquiera eso es perdurable. La lluvia lo borra todo y no queda nada. Sólo es real el manicomio de Herisau. Para Jabès, sólo es real el desierto, “una ruptura salvadora en las proximidades mismas de la ciudad”. Walser y Jabès elaboran una poética donde el hombre vive como un Extranjero en un mundo que lo repudia.

Al hablar el poeta, hablamos nosotros. El poeta no es un yo, sino un nosotros. Esa percepción del hecho literario tal vez explique la simpatía de Walser por la causa republicana española. En enero de 1937, Walser asegura que el gobierno vencerá a los militares sublevados porque “posee el corazón del pueblo”. Walser siempre se consideró un hombre sencillo. De hecho, permaneció un mes en una escuela de criados, pero su torpeza le excluyó del trabajo. Su voluntad de desaparecer en una tarea impersonal no se cumplió porque el anhelo de servidumbre exige cierta habilidad. A fin de cuentas, el papel del criado es ser un maestro de ceremonias. Demasiado para la humildad de Walser. Se conformó con ser escritor, advirtiendo que un poeta se parece a un sastre: “Hay que halagar al comprador con un hermoso traje”. Se quejaba de que no tener lectores, pero se preguntaba para qué sirve el talento si falta amor. Acostumbrado a la rutina del hospital psiquiátrico, no soportaba las novedades. Cada día debía reproducir el anterior, sin alterar nada. En esa época, ya no escribe. Se conforma con leer. Ha perdido el impulso creador, pero no se lamenta. Eso sí, detesta que la música se halle presente en parques y letrinas. La música sólo debe escucharse en los recintos donde prevalece el respeto y el recogimiento. En esta cuestión, Walser coincide con Nietzsche: “Sin música, la vida es un error”.

Walser presume de haber vivido como “un bailarín despreocupado” y compara a los buenos amigos con las nubes. “Las nubes son tan sociables como buenos y callados compañeros. Hacen el cielo más agitado… más humano”. No deplora su vejez. La vejez recorta nuestras posibilidades, pero a cambio nos ayuda a ser felices con lo que está a nuestro alcance. Con la vejez, te acomodas a no ser libre, aceptando las imposiciones de un cuerpo que declina. Depender de los otros es bueno. “La independencia despierta hostilidad”.  Al igual que Orwell o Camus, Walser condena la pena de muerte. Ajusticiar a un hombre es un acto de presunción. Los criminales son naturalezas irreflexivas. A fin de cuentas, los escritores también son irreflexivos, asesinos de la imaginación ajena y aceptamos su presencia. A veces a regañadientes, pero sólo los dictadores les reservan un patíbulo por su terca impertinencia. Walser no ha sufrido la persecución política, pero aborrece a Hitler, Mussolini, Stalin, que han causado la ruina de su pueblo y han propagado el terror y la destrucción. Tampoco aprueba los bombardeos salvajes de Dresde, Pforzheim o Berlín. No le inquieta morir. La muerte es una forma de miseria que te devuelve a las cosas sencillas.

Walser no conoció el éxito, pero según Hesse el mundo se justifica por su obra. Murió mientras paseaba. Su cadáver quedó tendido en mitad de la nieve. Es imposible rehuir la tentación de pensar que en el último momento pasó por su mente una de sus frases más emotivas: “Sin amor, el ser humano está perdido”. Probablemente no fue así

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